No las cuido yo, pero siguen vivas.
Las riego a distancia con la mirada.
Algunas habrán crecido torcidas, otras se habrán acomodado en formas que no les habré enseñado.
Se adaptaron.
Eso hacen las suculentas cuando las condiciones cambian.
Yo también me he adaptado, aunque a veces no sé si eso significa lo mismo que resistir.
Me pregunto si mis plantas me reconocen todavía, si algo en ellas recuerda las manos que las movían buscando la luz exacta.
Allá el sol les cae distinto; aquí, el invierno se les colaría hasta las raíces.
No quería tener nuevas plantas en esta ciudad.
No deseo encariñarme con algo que no sé si podré quedarme.
A veces miro las fotos. Esa Graptosedum, en su macetita bol, con las hojas gruesas y los bordes cobrizos.
La misma que una vez cayó al techo del vecino y sobrevivió tres meses al sol.
Tres meses sin agua.
Tres meses sin mí.
Y cuando la recogí, seguía ahí.
Como si el mundo no le hubiera pasado por encima.
Como si no necesitara cuidados para seguir siendo.
Yo no soy así.
A mí el abandono me deja huecos, marcas invisibles.
Pero tal vez eso también es una forma de resiliencia: seguir sintiendo, aunque duela.
Pienso mucho en eso últimamente:
en cómo algunas cosas sobreviven al descuido,
otras no.
En lo que se seca, en lo que se encoge, en lo que espera su momento para volver a abrirse.
Y en que estar lejos es como poner la vida en pausa, solo que el mundo no espera.
Las plantas siguen creciendo.
Los demás siguen cambiando.
Y una parte de ti se queda detenida en la versión que dejaste allá.
A veces quiero creer que mis suculentas crecen por mí.
Como si resistir fuera una forma de hacerme saber que no todo se muere cuando te vas.
O que la distancia también puede ser fértil.
Quizás eso sea la resiliencia, después de todo.
No tanto el aguantar los cambios, sino el aceptar que uno cambia.
Que el tallo se alarga, que el color se oxida un poco, que no eres la misma persona ni la misma planta que hace dos años.
Las miro en las fotos y me da algo entre orgullo y culpa.
Una mezcla que no sé cómo nombrar. Tal vez sea solo amor.
O el recuerdo de haberlo tenido.
Y pienso que, si las suculentas pudieran hablar, dirían algo simple:
no te disculpes por irte
que nosotras también aprendimos a vivir sin sombra, sin rutina, sin tus manos.
Quizás algún día vuelva y las encuentre distintas.
O tal vez no vuelva.
Mientras tanto, sigo mirando esas hojas gordas, tranquilas, llenas de agua.
Resistiendo por diseño.
Como si nada se hubiera perdido del todo.
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